jueves, enero 11, 2007

Incendio en la Amargura

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Era algo así como las 3 y media de la tarde, ayer. Escribía un correo para un amigo. Había pensado temprano en ir al supermercado, pero lo que quería comprar no era realmente urgente y pensé mejor quedarme en casa. De pronto, la Boni entró en una actitud medio rara, sentándose cerca de mí y viendo hacia la puerta. No me sorprendió al principio pues siempre recciona así al ver gente. Aborrece a todos los seres humanos menos a mí (no la culpo). Y acá donde vivimos, bueno, hay una casa cuyos cuartos están alquilados a 4 personas diferentes, más el studio de al lado alquilado a un brasileño. Los studios están ubicados detrás de la casa y para entrar hay que cruzar la casa.

El caso es que la Boni sale de nuevo, se asoma por la puerta, mira y viene corriendo para adentro hecha un rayo y sube veloz las gradas que llevan al altillo donde duermo. La Loli, que no sé a qué hora salió porque hacía pocos minutos estaba dormida frente a mí, había salido a chequear el asunto (ella es la más curiosa del mundo) y sin pensarlo dos veces, pasó junto a mí, me miró con cara de “escondámonos debajo de la cama, mother” y subió al altillo también.

La actitud de ambas me pareció rarísima, pensé que era de pánico. Simultáneamente escucho un sonido raro. Pienso que está comenzando a llover, al mismo tiempo hace bastante viento, así es que pienso que algunas basuras están cayendo sobre el techo de zinc. Pero luego de pocos segundos pienso que es un sonido extraño, y mi memoria auditiva hace la conexión: algo se está quemando. Conozco ese sonido demasiado bien, de cuando vivía en Los Planes, de cuando vivía en Managua, de cuando trabajaba en Río San Juan o en la Costa Atlántica. Sé cuando algo se quema por ese sonido muy particular y salgo a verificar dónde o qué es lo que se quema pues no siento olor a quemado.




Abro la puerta del studio y veo de inmediato el fuego. Detrás del murito del jardincito (digo jardincito porque es absurdamente minúsculo, no por bonito, que no lo es), veo llamas de fuego más altas que la casa donde estoy. Durante dos o tres segundos me quedo parada preguntándome ¿será que nos alcanzará? El viento respondió a mi pregunta de inmediato, pues sopló en una dirección y en otra y las llamas parecían justamente querer saltar a nuestra casa.

Entro de inmediato, tomo el celular, marco el 911. Simultáneamente pienso en que hay que sacar un cilindrito de gas del studio vecino y le aviso al brasileño que vive ahí. Él está con la puerta abierta hablando por computadora con alguien y no entiende lo que le digo. En eso contestan el 911 y les digo que envíen los bomberos a la Calle de la Amargura porque hay un incendio espantoso. Hasta ahí le cae el veinte al brasileño que hay una emergencia. El del 911 me dice con una calma infinita que no es de este mundo que ya reportaron el incendio y que los bomberos van en camino, que no me preocupe. Yo nada más le digo que ojalá sea pronto porque el incendio está a pocos metros de nuestra casa. Justo cuando cuelgo se escucha la sirena de los bomberos, pero nosotros no tenemos tiempo qué perder. Hay que evacuar la casa.

Estoy por avisarle a los demás cuando viene otro de los inquilinos y le aviso del incendio. Todos corremos como gallinas sin cabeza unos segundos a ver qué carajos hacemos. Yo, como buena Virgo (el signo del horóscopo que es eminentemente racional, ordenado y sobre todo práctico) junto con el entrenamiento militar recibido hace algunas centurias (que me ha servido de mucho más de lo que les puedo explicar, entre ellos a guardar la sangre fría en momentos como éste), me habían hecho ya pensar en más de una ocasión qué hacer en caso de tener que salir en una emergencia. Así es que: a sacar las jaulas de las gatas, a sacarlas de debajo de la cama donde se habían escondido porque ellas sabían que algo horrible estaba pasando y a sacarlas de la casa pero ya. En eso entra corriendo el dueño de la casa histérico (quien vive a la cuadra) gritándonos “¡todos afuera, todos afuera!”, y salgo con una de las jaulas mientras él toma a la otra al jardín de enfrente y vuelve a entrar.

Yo saco a las pobres chiquillas a la acera. Por supuesto la Boni está histérica, pegando unos gritos espantosos y tengo que hablarle para calmarla. Las dejo en la acera un momento mientras vuelvo a entrar. No hay tiempo y el problema es que por la ubicación de mi studio tengo que cruzar toda la casa. Sé que si el incendio se propaga, no hay manera de salir, así es que sólo queda entrar, sacar lo elemental y volver a salir.

Lo elemental eran mis documentos personales y no sé por qué tomé también mis anteojos de leer y el celular que todavía lo tenía en la mano. Pensé en sacar la computadora, pero quitarle todos los cables y los alambres, por lo menos al cajón del disco duro, iba a tomar su rato y además por las prisas podía dañar algo, así es que busqué el CD con el último respaldo de mis archivos. Luego me detuve dos segundos en el centro del cuartito, vi a mi alrededor pensando en qué más sería importante (mientras el crepitar del fuego se escuchaba con más intensidad) y de alguna manera, como me ha ocurrido en más de alguno de los momentos dramáticos de mi vida, pensé que ni modo. Que se perdiera lo poco que tengo: ropa, libros, zapatos, discos. Los muebles no son míos, vienen con el habitáculo. Claro, me iba a doler sobre todo perder los libros y la computadora. Los libros porque son mi vida, la computadora porque es con lo que trabajo. Hice un acto de desapego supremo y… a correr.

Mientras tanto los demás han sacado canastos de ropa, libros, maletas, computadoras y no sé qué cosas más. Yo me fui a sentar a la acera junto a las jaulitas de las gatas. Hice algo así como un triángulo, para que ambas me vieran y me dediqué a hablarles con la voz más serena que podía para que no se alterarán más de lo que ya estaban.

Mientras tanto, la calle está llena de curiosos. Desde ahí no puede verse el fuego, pero se mira el humo y se escucha el crepitar de la madera quemándose. El acceso a la Calle de la Amargura está cerrado. Debo aclarar que vivo justo detrás de dicha calle, que no es broma, así se llama. Es una calle llena de bares, cafés, restaurantes, librerías, fotocopiadoras y todo tipo de negocios. Ya hacía meses atrás le había dicho, no recuerdo ya ni por qué, al dueño de la casa, que cualquier día iba a haber un incendio ahí porque no tienen las mejores medidas ni de seguridad ni de higiene y que nosotros podíamos fácilmente salir afectados. El pleito de la alcaldía y los vecinos por poner orden en aquel caos lleva años.

Estoy atenta a espiar si una vecina de unas cuantas casas atrás está por ahí, para que cuide a mis gatas mientras yo regreso a intentar sacar algo. No la veo, y luego me pregunto qué más podría sacar. Pienso que nada. Lo que más me importa está conmigo, mis gatas. Lo que necesito también, mis documentos. Así es que entro en no sé qué estado zen de tranquilidad en medio del barullo y me concentro en calmar a las gatas y hablarles. Veo que la Boni, de tanto intentar abrir la puerta de la jaula, tiene una uña llena de sangre. Alguna vez, en una visita al veterinario, se arrancó la uña y tuvo una hemorragia porque si hay algo que la princesa detesta es la mentada jaula.

La gente me pregunta cosas. Yo sentada en la acera, les digo lo poco que sé: lo que se está quemando es posiblemente el Tavarúa o La Villa (dos bares) y una casa deshabitada y vieja de madera a la que solían meterse los piedreros o fuma-crack y que posiblemente alguna colilla originó el incendio. O, quien quita, lo quemaron a propósito.

Lo preocupante es el viento que ha ocasionado más de algún estrago esta semana en la ciudad. Arboles caídos y otros incendios han sido la nota del día. Los muchachos de la casa siguen sacando canastadas de ropa y me sorprende las cosas a las que la gente le da importancia en una circunstancia así. Igual, la gente se burla en mi cara: “Jajaja, lo que sacó fue a sus gatos, jajaja”. Primero trato de razonar con ellos: “fue precisamente por las gatas que me di cuenta del incendio”, les digo. Pero no entienden. Ni yo a ellos. ¿Qué esperaban? ¿Qué dejara morir a mis gatas achicharradas y ponerme a sacar ropa, ellas que han sido más fieles, leales y amorosas que muchísima gente que conozco? Francamente me dan ganas de patear a los que me hacen el comentario pero vuelvo a mi estado de tranquilidad. Otra gente, mucho más solidaria y comprensiva, me desea buena suerte.

En algún momento veo sobre la acera que estoy sentada. Dos casas más allá, el indigente oficial de la cuadra está tirado boca arriba, durmiendo la borrachera tan profundamente, que no se da cuenta de todo el alboroto.

Después de unos 10 o 15 minutos, sale alguno de los compañeros de la casa avisando que ya pasó todo. Vuelven a meter sus cosas y yo regreso con las nenas a las que dejo salir de sus jaulas desde la puerta y corren despavoridas a esconderse en mi cuarto. Todo huele al humo que se ve todavía subir de detrás del jardín. Nos juntamos un rato a comentar. Si yo no aviso a los demás, y el incendio se hubiera propagado a nuestra casa, las cosas se hubieran complicado.

Uno de los muchachos vuelve a subirse al techo y le pregunto que cómo está la cosa. “Ven, súbete” me dice. A mí eso de subirse a techos como que no se me da bien, pero entonces me decido y además, saco mi cámara para tomar alguna foto. Cuando me subo al techo es que casi no lo creo. Estuvimos realmente cerca. Si se fijan en el borde inferior de la foto, el techo semi-oxidado pertenece a la casa detrás de la nuestra, que por lo demás, también da la impresión de estar deshabitada; vimos que una parte de la estructura del techo es de, gulp, madera. Esa estructura está justamente a la par del studio de mi vecino. La estructura que se ve al fondo es, creo, el Tavarúa. O sea, ni La Villa ni el Tavarúa se quemaron, para gran felicidad de los beodos, pero para gran amargura mía, porque su música, junto con la del abominable Terra-U, que la pone a un volumen insostenible, perturba mi sueño desde hace dos años.

Gracias a la veloz y eficiente intervención de los bomberos, el incendio no se propagó a ningún otro establecimiento o casa, y por suerte había agua (o la llevaron en pipas y alcanzó, no sé). Clap, clap, clap para los bomberos en esta ocasión, de plano. Son mis héroes, además de mis gatas que siempre me advierten de peligros.

Ya puestos en el techo pasó algo divertido. Los curiosos estaban apelotonados en la Amargura, justo al frente del incendio (en la foto casi no se miran, pero están en la esquina superior derecha, a la izquierda del edificio blanco). En algún momento, alguien hizo un saludo allá de hola hacia nosotros. Mi vecino contestó. Le pregunto “¿los conocés?”. “No” me dice, “pero saludemos”. Así es que estábamos los 3 montados en el techo haciendo señas con los brazos a los del otro lado que nos vitoreaban y nos hacían señales como de “lo lograron, se salvaron”. Y vaya que contestamos el saludo con euforia.



Después de un rato nos bajamos del techo y seguimos comentando entre nosotros, con esa absurda compulsión que tiene uno de recontarse la historia recién vivida una y otra vez. Cómo las gatas me avisaron, la llamada al 911, el otro que creía que llovía mientras hablaba con no sé quién en Brasil y el otro que había salido a decirme no sé qué cuando le digo que hay un incendio y su cara de estupefacción y las gatas a las que literalmente jalé por las patas para meterlas en segundos en sus jaulas y salir volada con ellas y cómo revolví todos los putos CD’s para encontrar el respaldo de mi disco duro y…

Puesta en el techo de la casa pensé que era una señal para mudarme. He querido hacerlo desde el primer minuto en que entré a vivir acá, porque nunca me dio buena vibra. Contar por qué y cómo llegué es muy largo, pero no tenía otra alternativa en aquel momento. Y no me he mudado por falta de plata.

No logramos salir en el noticiero de la noche, y de hecho no vi a nadie filmando. La verdad es que toda la emergencia duró pocos minutos. Y hasta donde sabemos, no hubo heridos ni víctimas qué lamentar. Quizás estemos en el noticiero de mañana al mediodía, quién sabe.

Y una vez más en mi vida, después de emboscadas, morterazos, amenazas de muerte, persecuciones, fuego cruzado, terremotos, huracanes, accidentes automovilísticos, enfermedades y no sé qué más, digo sin lugar a ninguna duda y aunque no crean y se burlen de mí: Dios me ama, Dios me cuida. Y mis protectores son lo máximo. Gracias y amén.

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